viernes, 16 de septiembre de 2011

La muerte por la nieve

La Muerte por la Nieveuna aproximación a la poética expresionista de Robert Walser
por María do Cebreiro Rábade Villar [Universidade de Santiago de Compostela]
[Dedico este trabalho a todos e cada um dos meus alunos e alunas portuguesas, cujas críticas e sugestões tanto me ajudaram nos meus primeiros passos como professora]
1. Noticia bio-bibliográfica de Robert Walser. Una vida en el margen como preparación a una muerte en la nieve.
Nieva que nevará, la tierra se repliega
en un lamento blanco, allá a lo lejos.

Vacila bajo el cielo el hervidero
de copos en un ay, nieve, la nieve.

Ofrenda de una calma y de una amplitud inéditas,
me ablanda el mundo blanco de la nieve.

Mi ansiedad diminuta se agiganta
y en lágrimas se ahoga lo más hondo.
El poema anterior, publicado bajo el título de "Nieve", no por literal menos simbólico, pertenece al poeta, narrador y dramaturgo suízo Robert Walser (1878-1956). Aducidos aquí como preludio lírico a la obra de un escritor injustamente olvidado, estos versos pueden ser leídos, además, como un "auto-epitafio", en donde la palabra poética - que parece recuperar algo de su primigenia función mágica - adquiere casi el valor de profecía, anunciando, en sordina, el sino trágico del autor. En efecto, tras pasar gran parte de su vida en un sanatorio para enfermos psiquiátricos, Walser murió el día de navidad de 1956, sepultado por la nieve en el transcurso de un paseo solitario.
En irreverente comentario al accidente que le costó la vida a Mallarmé, Rilke, que había comparado la incesante búsqueda literaria del poeta simbolista con las crisis asmáticas, dejó escrito que todos morimos de nuestra propia muerte. El propio Rilke, como es sabido, escribió el epitafio que hoy reposa sobre su tumba, en un lugar que, todavía hoy, no pertenece a ninguna parte:
Oh, Rosa, pura contradicción
Deseo de no ser sueño de nadie
Bajo tantos párpados
También - en lógica cristiana, cabría pensar que como merecido castigo a su osada intuición sobre el carácter premonitorio de toda vida humana - Rilke murió de muerte propia, infectado por la espina de una flor que arrancó para brindársela, en señal de galantería, a una mujer. A la luz de semejantes muestras, se hace casi obligado, por decoro, creer en la justicia poética de la tragedia clásica y en el azar objetivo de los surrealistas, y afirmar que (cuando menos desde la parcialidad que impone toda retrospección) Robert Walser, poeta de la nieve, halló una muerte a medida de su vida (1).
La trayectoria del autor suízo, interrumpida tras su ingreso en una clínica de Waldau, en 1929, discurrió completamente al margen(2) de los círculos literarios. Quizás esto pueda explicar el hecho de que, a pesar de que Kafka declaró haberla leído con aprovechamiento, la obra de Walser haya sido ignorada por el grueso de los estudios dedicados a la literatura de expresión germánica(3). En 1917, en efecto, Kafka anota en su diario una frase que revela su agudo sentido crítico, así como su consciencia de las filiaciones literarias contraídas. En este sentido, declara que su relato El fogonero (Der Heizer) es una imitación del estilo de Robert Walser - que estaría, a su vez, basado en el de Dickens - por cuanto la prosa del primero fundamenta paradójicamente su inquietante fuerza expresiva en una "desdibujadora aplicación de metáforas abstractas".
El juicio literario que Kafka aplica al escritor se refiere a la novela Jakob von Guten, publicada en 1909 y considerada generalmente como su obra maestra. La obra se encuadra en una trilogía compuesta, además, por Geschwister Tanner (Los hermanos Tanner) y El ayudante (Der Gehülfe), de 1908. Como narrador es también autor de los libros de cuentos Los cuadernos de Fritz Kocher (Fritz Kochers Aufsätze), de 1904, y La rosa (Die Rose), de 1915, así como del relato largo El paseo (Der Spaziergang), de 1917. Su Vida de poeta (1918), autobiografía sentimental, es simultáneamente la culminación y el epítome de su trayectoria.
Pero la labor literaria de Robert Walser no se restringe al ámbito de la narrativa. En vida, reúne y publica sus Poemas (1909), a los que pertenece el texto que encabeza este trabajo. A medio camino entre lo poético y lo narrativo (en su dimensión teatral) se hallan los cuatro dramas en verso que, bajo la novedosa denominación genológica de "dramolette", vieron la luz en la revista Die Insel, entre 1900 y 1902. La obra "Blancanieves" forma, pues, parte de una tetralogía integrada también por "Los muchachos", "Cenicienta" y "Poeta".

2. Blancanieves en el ámbito del expresionismo de principios de siglo. Modernidad y crisis de la representación.
Muchas veces
me he preguntado
por el espesor de la nieve
La pregunta por el espesor de la nieve, que fundamenta este haikú de Masaoka Shiki, es una cuestión que será abordada en la Blancanieves (Schneewittchen) de Robert Walser. En ella, Walser participa de ciertos presupuestos de la forma de teatro expresionista denominado Einakter (forma de un solo acto)(4), en su tendencia a la reducción temporal y a la tipificación alegórica de los personajes, redimidos de todo estatismo en virtud de su constante oscilación anímica. En las primeras décadas del siglo, con todo, esta modalidad naturalista tendió a verse reemplazada por el "expresionismo simbólico", practicado por dramaturgos como Oskar Kokoschka, Ernst Barlach o August Stramm. En este sentido, la obra dramática de Walser tiende un puente entre el naturalismo germánico y el período cenital (1914-1924) del expresionismo de primera mitad del siglo XX.
La obra de teatro toma como referente la versión homónima del conocido cuento popular, tal y como había sido fijada textualmente por los hermanos Grimm en sus Cuentos infantiles y del hogar (1812-1814). Este acto de apropiación de una materia literaria anterior, perceptible ya desde el título, se ve acentuado por la elección de las drammatis personae (LA REINA, BLANCANIEVES, EL PRÍNCIPE EXTRANJERO, EL CAZADOR) y por el asunto de la obra. Robert Walser, al igual que los tragediógrafos griegos, sabe, desde el principio, que sus lectores (y eventuales espectadores)(5) conocen el tema y el desarrollo predecibles del objeto tratado.
El autor parte de esta certeza para desmontarla. Una de estas apuestas desestabilizadoras, que acentúan el efecto de extrañamiento (reseñado, años después, por Brecht) y que constituye uno de los índices de modernidad de esta "comedia en verso", es la constante alusión de los personajes al cuento "original". Correlativamente, y anticipándose en cierta medida al teatro pirandelliano, los sujetos dramáticos se presentan a sí mismos como seres ficcionales. Robert Walser elimina de su obra, como objeto, el "espejito mágico"(6), porque su propia obra es el espejo que refleja la crisis de la representación propia del arte contemporáneo.
Esta crisis mimética se traduce en una reflexión en torno a la oposición epistemológica verdad/mentira que, al igual que el binomio bien/mal, de naturaleza moral, demuestra en la obra su cualidad esencialmente irresoluble. Si Walser tuviera algo que demostrar, esta sería una obra de tesis. En cambio, la imposibilidad de toda dialéctica en la razón dramática del expresionismo, asociada con la imposibilidad de todo conocimiento fiable, dificultan, incluso, su consideración como obra de antítesis. Bien lejos de su cándida antecesora(7), la BLANCANIEVES de Walser es una descreída que desea, a toda costa, tener fe en las palabras de los demás personajes (que el lector sabe mentirosos) para recobrar la inocencia perdida. La obra constituye, de este modo, una paradójica apología de la confianza como único lenitivo de la soledad. Pero, aceptando de antemano que confiar es, en el fondo, una forma de voluntarismo conformista y un acto de autoengaño, la única alternativa digna es un desposorio eterno entre el silencio y la soledad (entremezclados todos bajo la fría, femenina e inerte forma de la nieve). Cabe recordar aquí unas líneas de la Vida de poeta, en las que el autor traza una apología de la soledad, a la que confiere el tratamiento de novia y que asocia con el crepuscular tiempo del otoño:
Con el otoño se instalaba una melodía en el mundo. Me enamoraba de la niebla, de la oscuridad, que cada vez comenzaba antes, del frío [...] Huelga decir que vivía inmensamente solo. La soledad era la novia a la que yo rendía homenaje, la compañera que prefería, la conversación que amaba, la belleza que disfrutaba, la sociedad en que vivía [...] Los campos nevados se me dirigían confidencialmente... ¡Me parecía que la luna derramaba lágrimas sobre la nieve fantasmagóricamente blanca: las estrellas! Era magnífico. Yo era tan principescamente pobre y tan majestuosamente libre...
Para Robert Walser, como para todo escritor moderno, la crisis de la representación es, sobre todo, una crisis del lenguaje. De ahí que la obra postule, implícitamente, una poética del silencio, formulada ex contrario desde la convicción de que las palabras y la realidad son dimensiones disociadas(8). En otro sentido, el rechazo a la palabra viva engendra la ficción enunciativa (nunca asumida como real ni por BLANCANIEVES ni por quien recibe su discurso) de que las palabras proferidas por el yo llegan desde el Más Allá y son, por ello, póstumas:
No pido más que estar muerta,
muerta con una sonrisa.
Lo estoy y lo estuve siempre.
Nunca aguanté el viento tórrido
de la vida. Soy callada
como nieve blanda al sol.
Nieve soy, y con el cálido
aliento de primavera,
que no es mío, me derrito.
Lenta fusión. ¡Tierra mía,
acógeme en tu morada!
Estar al sol me hace daño.
Esta afirmación de la muerte propia obedece, por una parte, a una concepción desengañada de la existencia humana (de gran entidad, por ejemplo, en el drama calderoniano) y, por otra parte, a un deseo de esquivar la crueldad de lo humano. La crueldad, tanto en el cuento como en la pieza teatral, está encarnada en la figura de la madrastra. La conversión de la pura narratividad del cuento original de los hermanos Grimm en diálogo dramático permite a Walser exponer, en boca del personaje protagonista, el desasosiego que le origina su desposesión de una auténtica figura materna.
Concebido el sueño blanco y níveo de la muerte como un límite entre dos mundos, aquel espesor por el que se preguntaba el poeta oriental es decisivo, por cuanto, simbólicamente, podrá facilitar (por deshielo) o imposibilitar (por solidez extrema) el acceso del universo interno al orden exterior. A la inversa, y de ahí el sentido de la intervención arriba citada, la nieve derretida posibilita la fusión de Blancanieves con el interior de la tierra-matriz, en una inversión regresiva del clásico esquema evolucionista. El tan característicamente moderno deseo de retorno a una supuesta pureza originaria se ve aquí contrapesado por los dispositivos textuales de la parodia y de la ironía, que lo presentan, desde el arranque del drama, como inviable.
Un posible modo de acercamiento al acervo de los cuentos populares, y a sus reelaboraciones modernas, es el que brinda la tradición psicoanalítica. Con todas las reservas que conviene adoptar ante a un procedimiento de análisis interpretativo que, en muchos sentidos, se ha revelado como parcial, es preciso reconocer su fuerza heurística, al menos en este ámbito. Por una parte, el psicoanálisis basa gran parte de su fuerza prospectiva en la desconfianza y en la sospecha con respecto a las "versiones oficiales" de los hechos, y a la representación tranquilizadora que, de ellos, se hace el sujeto. En este sentido (y en paralelo con la operación de desenmascaramiento emprendida por Marx y Nietzsche en sus respectivos dominios), constituye una abolición explícita de cualquier forma de apropiación ingenua de la realidad. La tendencia del drama expresionista a la introspección psicológica, así como su agudo sentido crítico, que se atreve incluso a cuestionar la "versión canónica" de los cuentos de hadas, son factores estrechamente compatibles con el carácter deslegitimador y en cierta medida detectivesco del psicoanálisis. Y eso sin contar con que, incluso por cronología y ámbito cultural, el movimiento expresionista se verá notablemente influido por la teoría freudiana, como más tarde la pintura "metafísica" de Chagall o De Chirico y la práctica artística de los surrealistas.
Según la interpretación psicoanalítica(9), las narraciones populares son recorridos simbólicos del camino que conduce al sujeto indeterminado (con frecuencia radicado en una infancia utópica) hacia la individuación, concebida como integración autónoma de la persona en su medio social. Debe tomarse en consideración, a este respecto, que el núcleo "trágico" en "Blancanieves", según la versión de los hermanos Grimm, tiene lugar cuando la protagonista cumple siete años. Es este el momento en el que el espejo de la madrastra comienza a decir que la mujer más bella del reino es Blancanieves. Todavía hoy la "sabiduría popular" (vago concepto que, sin duda, precisaría de una urgente revisión) considera que la edad de siete años es el momento en que los niños adquieren "uso de razón".
La simbología numérica reviste, en los denominados "cuentos populares", una importancia capital. En este, todo gira en torno al siete (siete años, siete enanitos, "el camino de los siete montes") y al tres (el triángulo implícito formado por la reina madre, el rey y la princesa; los tres intentos de asesinato por medio de la cinta, el peine y la manzana; el cuervo, el búho y la paloma que protagonizan el cortejo fúnebre de la princesa). En el cuento de la "Bella Durmiente", el rito iniciático que toma por objeto una rueca (rito que ha sido identificado, de nuevo según los presupuestos del psicoanálisis, con la primera menstruación o con la pérdida de la virginidad), sucede a la también fronteriza edad de quince años. En su particular versión, Walser fusiona, en concordancia con una tendencia bastante general, los cuentos de Blancanieves y de La Bella Durmiente, al atribuir indirectamente la resurrección de BLANCANIEVES al beso del príncipe, y no a la caída accidental de la urna de cristal en la que reposaba(10).
En su particular versión de la Blancanieves de Walser, el cineasta João César Monteiro se refiere, de este certero modo, al dilema que implica optar por el deshielo como ingreso en el orden diurno de la vida:
Por que preço? O dilema é quase hamletiano: a afirmação da pequenez do sim, implica a renuncia à grandeza do não. Os derradeiros flocos de neve derretem-se ante o triunfo dos raios solares. O mundo social não hospeda o mundo mítico.
[ver A Branca de Neve de Robert Walser, por João César Monteiro e Marie-Louise Audiberti]
En un gesto de estirpe netamente vanguardista y manifestaria (en lo que tiene de negación radical de cualquier posibilidad de afirmación) João César Monteiro lleva hasta el extremo la crítica de Robert Walser a la palabra como instrumento "transparente" de una acción progresiva. Del mismo modo, el escritor suízo trunca deliberadamente en su obra el supuesto destino lineal del sujeto prototípico de los cuentos populares. Para ello, retoma el cuento de "Blancanieves" en el punto en donde los hermanos Grimm lo habían dejado y opera sobre él una selección que tiene por objeto filtrar, a fin de potenciarlos, sus elementos más inquietantes.
En efecto, en el cuento original, la figura del príncipe era ya objeto de una sutilísima parodia(11). Esta tiene lugar cuando el protagonista masculino se encuentra con la urna de cristal después de haberse perdido en el bosque, en un claro paralelismo con el extravío inicial de Blancanieves (deriva, como la de él, muy provechosa, porque la había llevado hacia la casa de los siete enanitos). La belleza de la mujer muerta le impresiona tanto que, en un auténtico rapto de necrofilia (difícilmente justificable desde la perspectiva de quienes conciben los cuentos populares como un mero instrumento pedagógico), se propone comprársela a los enanos. Ellos, por descontado, no acceden. La negativa acrecienta el dolor (y el deseo, diríamos nosotros) del príncipe, hasta que los amigos diminutos de la hermosa, conmovidos ante sus lágrimas, terminan, compasivos, por cedérsela.
El PRÍNCIPE EXTRANJERO de Robert Walser es, con todo, un personaje mucho más siniestro que el príncipe comerciante de los hermanos Grimm. La especificación de extranjería es ya una garantía de desasosiego, por cuanto insinúa, en idea pre-existencialista muy grata al escritor, que todos somos extranjeros para los otros. Pero la extranjería es aquí, además, la ley del deseo y la marca de la invasión de ese jardín que, a modo de hortus conclusus, constituye, junto con el castillo, el espacio que vertebra la obra en su dimensión escénica. El jardín y el castillo son presentados como lugares opresivos en los que es imposible entrar sin ejercer un alto grado de violencia y de los que no es posible salir sin haber experimentado una transformación.
En una versión libre y depredadora de tópicos como el odi et amo (Catulo) o la militia amoris (Ovidio), el mismo amor (CAZADOR mediante) es concebido como sangrienta (12) captura. De ahí que quizás no haya, en verdad, amor en esta obra. A no ser, claro está, que el amor se entienda, a la manera rilkeana, como una una colisión azarosa y violenta de dos soledades inconmensurables.
En su célebre Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Bruno Bettelheim subraya el carácter trágico de la historia de Blancanieves, incidiendo en su parentesco con la materia clásica articulada en torno al personaje de Edipo. En realidad, al menos en el cuento de los hermanos Grimm, la introducción del motivo de la madrastra-oponente se aviene mejor con el denominado "complejo de Electra"(13). En cambio, Walser acentúa la dimensión edípica latente en la fábula, al presentar con crudeza el deseo sexual del PRÍNCIPE EXTRANJERO por su (¿futura?) suegra. Walser subraya el voyeurismo de personaje masculino, símbolo más que probable de su pasividad, al presentar la excitación que le procura la cópula de la REINA y el CAZADOR, contemplada desde un ventanal y narrada en estos términos a la atormentada BLANCANIEVES:
Lo que veo es tierno y lindo
para el ojo que lo mira;
es santo para la mente
que con su muy fino olfato
capta la escena; es feo
como el agua cenagosa
para el espíritu sabio
conocedor del pasado;
tiene un doble aspecto, tierno
y malo, y pesado y grácil.
Pero míralo tú misma
[...]
En esta estampa el amor
hace de pintor. La Reina,
aplastada entre sus brazos,
grita de placer, y el mozo
la va cubriendo de besos,
cual si tapara un tazón,
no, un cielo: esa boca
abierta es placer del cielo.
No le da vergüenza al pícaro.
Como va de verde,
cree que está a salvo de pinchazos.
Un pinchazo es lo que sube
arrebatado hasta mí.
Enloquezco. ¡Qué mujer!
[...]
Como es sabido, en la versión de Grimm el móvil manifiesto del núcleo narrativo es la vanidad narcisista y el miedo a envejecer, que conducen a la nueva reina consorte a envidiar la belleza de su hijastra. Según Bettelheim, en realidad son los celos que la reina siente por el amor que el rey (auténtico tertium exclusum) siente hacia su hija los auténticos desencadenantes del conflicto(14). Walser, en un doble y equívoco gesto, convierte al REY en personaje secundario de la trama, pero lo elimina como objeto del deseo, al menos como objeto de deseo de la reina, al destruir la fuerza de la relación paterno-filial.
El cuento de los hermanos Grimm, en su versión canónica, prefigura ya, de algún modo, la tríada visual que fundamenta el discurso cinematográfico de Augusto César Monteiro: la bipolaridad blanco-negro y un umbral de carácter perceptivo que, a modo de límite que posibilita y condiciona la mirada, adopta, en el cuento, la forma de ventana y en la película, la forma de pantalla:
Había una vez, en pleno invierno, cuando los copos de nieve caían sin cesar del cielo, una reina que estaba sentada junto a un ventanal cuyo marco era de ébano negro
La nieve, en tanto símbolo, revela una densidad y una complejidad notables. Por el color, la imaginería occidental la relaciona con la pureza, la espiritualidad, la belleza, la paz, la fragilidad y la inocencia. Es, en este sentido, un color presente en rituales como el bautismo, la comunión, la profesión de o el sacerdocio. De su carácter sagrado da fe el hecho de que, en la cultura clásica, los animales ofrecidos a los dioses en sacrificio solían ser blancos (de ahí, por ejemplo, que Ifigenia fuese reemplazada por una ternera alba en el altar sacrificial). Blanca es la sábana que cubre a los fantasmas en nuestro imaginario, quizás como señal de que no ocultan nada, y como representación, en el plano cromático, de su invisibilidad. De este modo, se comprende mejor que la cultura oriental asocie el color blanco con el duelo. El blanco y el negro revelan, así, su indiscutible cercanía.
Ya Kandinsky (perteneciente, en los primeros años de su trayectoria pictórica, al círculo expresionista) escribió, en términos en buena medida auditivos y con interesantes, aunque discutibles, alusiones a las culturas occidental y oriental, sobre la estrecha conexión que entre los colores blanco y negro, unidos precisamente en virtud de la relación que contraen con el silencio y la muerte:
Puede descubrirse [...] una afinidad muy arraigada, aunque latente, entre ambos colores opuestos: ambos significan silencio. De aquí surgirá acaso la luz que nos permita iluminar la diferencia entre chinos y europeos. Nosotros, cristianos, después de milenios de cristianismo concebimos la muerte como un silencio definitivo o más bien [...] un "agujero infinito"; al contrario, los chinos paganos conciben el silencio como un momento previo al lenguaje nuevo o al "nacimiento".
Por medio de sus características sinestesias, Kandinsky revela que el negro posee no sólo un valor de acabamiento, sino también un sentido germinativo, asociado al humus terrestre. El músico Debussy, en su goyesco capricho "En blanc et noir" y Malévich, en sus cuadros "Cuadrado negro" y "Blanco sobre blanco" (que, por su vecindad intencional, pueden ser contemplados casi como un díptico), habían intuido que el blanco y el negro se tocan precisamente en los extremos de la escala expresiva. La perversa REINA negra y la cándida BLANCANIEVES pueden no ser, según esta óptica, antagonistas, sino dos dimensiones de un solo sujeto trágico que las engloba y las trasciende a ambas.
Por su etiología, y trascendiendo su condición física de fenómeno meteorológico, la caída de la nieve remite, de modo inmediato, a su división. Frente a la masa indeterminada de la nieve terrestre, resuelta en un manto extendido, la nieve que desciende simboliza la individuación, basada en el presupuesto de que no hay dos copos completamente idénticos (frente a la supuesta y especular similitud de las gotas de agua). La teoría matemática de los fractales, que constituye uno de los fundamentos de la moderna hipótesis del caos, la estructura microscópica de un copo de nieve presenta una inquietante recursividad morfológica (esto es, cada una de sus partes reproduce, a pequeña escala, la forma del conjunto).
Además, la verticalidad de la caída puede ser remitida al establecimiento de un eje que conecta lo elevado (las alturas celestes) con lo bajo (el suelo terrestre, susceptible de "sublimación" y autoprotección precisamente en virtud del manto nevado). La relación de la nieve con la semántica simbólica de la altura y de la luz (a la que representa en su plenitud) son trazos que le confieren un carácter místico. La muerte por la nieve de Robert Walser, tanto la trazada en su escritura como aquella a la que dio cuerpo con su muerte poética, sería, de este modo, una suerte de epifanía, una conexión trascendente con el plano más elevado de la existencia. En un célebre pasaje de El punto y la línea sobre el plano, Kandinsky ilustra la preeminencia del eje vertical (asociado al dinamismo) sobre el horizontal (asociado a la inmovilidad) en nuestra cultura: "la vertical es la forma máis limpia de la infinita [...] posibilidad del movimiento".
De todo ello se deduce una posible consideración apreciativa de los copos de nieve, cayendo desde lo alto o posados sobre las cumbres. En cambio, una vez cuerpo a tierra, la nieve es también la representación de lo inerte y de lo estéril, que acalla la potencia fecundante de la Naturaleza y que, en su accesibilidad a la presencia humana, puede ser mancillado por pisadas.

3. El expresionismo como frontera. Algunos puntos de partida para otra historia del arte.
La tierra
como a una doncella de castidad vestida
se la han llevado hoy
Estos versos, pertenecientes al poema "Cuántas lunas sobre la nieve", del escritor y pensador gallego Vicente Risco, anuncia, bajo la forma de un rapto ejercido sobre la casta tierra cubierta de nieve, el advenimiento de un cambio. En su condición de lúcido teórico de las vanguardias, Risco sabía que todo movimiento de innovación artística se forja en los umbrales de lo imaginario. Puestos a imaginar, quizás cupiese dentro de lo posible (y, aún más, de lo lícito) figurarse una historia del arte narrada de modo alternativo.
Por ejemplo, y al margen de la estricta correspondencia entre literatura, lengua y nación (que tantas y tantas veces se ha revelado como equívoca), Borges sería un estructuralista francés; Beckett, un poeta francés; Nabokov, en la estela de Conrad, un narrador norteamericano en lengua rusa; Lorca, un trovador gallego, Ángel Crespo, un poeta portugués. Y eso por no hablar de José Saramago, que en nuestra deliberadamente fabuladora historia literaria sería presentado como un poeta indígena de la República Independiente de las Islas Canarias. En un ejercicio de diplomacia inusual en los manuales de historiografía, esta última atribución literaria permitiría obviar la "verdadera" adscripción nacional del último Nobel en lengua portuguesa, al tiempo que evitaría echar más leña al fuego de esa hoguera que, periódica aunque sutilmente, alimentan, al menos en materia cultural, ciertos agentes del estado español y del portugués (Por cierto, ¿España y Portugal serían "de un pájaro las dos alas", como decía José Martí de Cuba y Puerto Rico, en concepción más utópica que realista, o, por el contrario, "de un toro los dos cuernos"?) .
Pero no confundamos ficción con posibilidad. Admitamos, en cambio, en un nuevo ejercicio de irreverencia lúdica, que si por un momento se nos ocurre reemplazar el contexto cronológico de producción por la lógica de las influencias, Cervantes pasaría a ser, automáticamente, un novelista inglés del siglo XVIII; Góngora, un poeta simbolista de finales del siglo XIX y Ezra Pound, un trovador provenzal del siglo XIII. He aquí, condensada en algunos ejemplos (con algo de atrevimiento: arrogante juventud...), la idea eliotiana de que toda literatura es contemporánea. Esta perspectiva, que en buena medida justifica el ejercicio del comparatismo literario, fue retomada por Borges el filósofo en su célebre cuento de tesis "Pierre Menard, autor del Quijote".
Desde análoga óptica, la semiótica de Iuri Lotman se resiste a concebir la cultura como un archivo inerte, y explica su naturaleza pendular partiendo del mecanismo de la memoria, cuyo funcionamiento temporal es bidireccional (el presente también modifica el pasado, y no sólo a la inversa). De este modo, todo verdadero conocimiento se perfila como histórico. O, en la bella formulación de Adorno (a propósito, por cierto, de un pasaje de Schönberg): "La historia penetra en las constelaciones de la verdad: quien quiera participar ahistóricamente de ella resultará fulminado en su confusión por las estrellas, a través de la muerta mirada de la muda eternidad".
Por otra parte, no estaría de más reflexionar en torno a la necesidad de tomar como punto de partida para el análisis histórico una noción más amplia de "sujeto", secundando algunas de las nociones de la moderna filosofía - pienso, principalmente, en las obras de Jacques Lacan y de Alain Badiou. El sujeto de la historia del arte no sería ni exclusivamente agente ni exclusivamente individual. Pensemos en algunos ejemplos llamados a cuestionar la identificación del sujeto con el agente en la denominada "historia literaria": ¿Qué estatuto cabe atribuir a Ofélia Queirós como estímulo del epistolario de Fernando Pessoa (o a Milena, por ejemplo, con respecto al de Kafka)? ¿Es Heloísa sólo un personaje de Abelardo (aún en el dudoso supuesto de que tan amorosas y dolientes cartas hubiesen constituido una ficción tramada por Abelardo?). Y, secundariamente, ¿es muy diferente el papel que, en nuestro imaginario contemporáneo, concedemos a parejas supuestamente históricas como Heloísa y Abelardo del que atribuimos a enamorados supuestamente imaginarios como Romeo y Julieta?
Propongo la posibilidad, e incluso la conveniencia, de desmontar la identificación entre individuo y sujeto escribiendo una historia del arte protagonizada por núcleos familiares. Son célebres los casos de clanes talentosos, en donde las relaciones literarias pueden darse vertical u horizontalmente. Ejemplos de relaciones "verticales" son la saga de los Bach (en donde la sombra del padre fue demasiado alargada) o, en ámbito jazzístico, la familia Marsalis (en donde, y a la inversa, el talento de los hijos ha oscurecido el del padre). Las relaciones horizontales prototípicas son las contraídas entre hermanos, como los Grimm, los Schlegel, los Rossetti, los Lamb, los James, los Machado o los Cohen. Pero si quiere salvarse el siempre incómodo vínculo genético, atiéndase a los múltiples casos de amigos (Lamb y Coleridge, Goethe y von Humboldt, Carlos Barral y Gil de Biedma) o de amantes (Safo y Alceo, la princesa Wallada e Ibn Zaydún, Auguste Rodin y Camille Claudel, Mary Wollstonecraft y William Godwin, Mary Godwin y Percy Shelley, Gabriele Münter y Wassily Kandinsky, Rimbaud y Verlaine) unidos, y nunca mejor dicho, por el amor al arte. Abierta la veda, podría pensarse, ¿por qué no trascender el horizonte dual de la pareja y contemplar también casos de sujeto literario triádico como el de las hermanas Brönte o los hermanos Sitwell?
A quien considere arbitrarias estas agrupaciones (aquí no se ha negado que lo sean) nos atrevemos a pedirle que considere el notable grado de arbitrariedad inherente a uno de los más destacados métodos (por cierto, de carácter multi-, cuando no inter- subjetivo, o al menos con pretensiones de ello) de agrupación histórico-artística. Nos referimos al procedimiento generacional de clasificación literaria, que no deja de presentar, al menos en sus aplicaciones mecánicas, numerosos problemas. Y eso sin contar con los riesgos que entraña la postulación de un "sujeto colectivo", sobre todo si se identifica con un supuesto "sujeto nacional".
Por descontado, los problemas no se acaban aquí. Una historia de las artes excesivamente compartimentada y rígida tenderá a desatender todas aquellas manifestaciones que muestran, en su propia articulación formal, la presencia de dos o más códigos estéticos. La ópera, el teatro, el cine o el poema sinfónico, ¿son manifestaciones plásticas, musicales o literarias? ¿Qué lugar en el solemne ránking de las Bellas Artes se le concede, en la moderna sociedad de los mass media, a la publicidad o al diseño en la red? ¿Cuáles son, hoy en día, las alianzas entre el arte, el mercado y la tecnología? ¿Por qué, en una dudosa pero efectiva operación metonímica, el sólo término de "arte" hace pensar, al menos de modo inmediato, en las tres "artes plásticas" (con claro privilegio de la pintura sobre la arquitectura y la pintura) y excluye, de un plumazo, a las restantes? Habría que postular, para explicarlo, un continuum de canonicidad artística que tendería a privilegiar, bajo el claro predominio de lo visual (identificado con lo figurativo) en nuestra cultura, a unas manifestaciones sobre otras.
La vigencia del expresionismo, que puede y debe leerse en un sentido más estilístico que epocal(15), viene dada por su capacidad para acoger todas estas cuestiones sin dirimirlas. Los pintores Kokoschka y Kandinsky fueron, además, dramaturgos y escenógrafos. Ernst Barlach, también hombre de teatro, se dedicó a la poesía, a la escultura y al grabado. No se trata tanto de ocuparse de lo que la literatura comparada ha tendido a denominar "talentos dobles" (entre otras cosas porque aquí habría que hablar de "talentos múltiples") como de sugerir que, al menos en algunos movimientos, la unidad de las artes dista de ser una pretensión más o menos utópica, o una señal de hibridismo, para convertirse en el fundamento mismo de la expresión estética.
Sólo desde estos presupuestos puede entenderse cabalmente la productividad artística de la relación que unió, en los primeros años del siglo XX, a Schönberg y a Kandinsky, tiñendo de "colores" la práctica y la teoría musical de primero y llenando de sinestesias cromático-auditivas los tratados pictóricos del segundo(16). Pero la dirección de la influencia entre música y pintura no se restringe al contacto personal entre Schönberg y Kandinsky, sino que afectó a los dos movimientos (el Círculo de Viena y Der blaue Reiter, respectivamente), de los que ambos artistas participaron. Es preciso indagar hasta qué punto la revolución musical que conduce desde el cromatismo hasta el dodecafonismo confluye con la revolución pictórica que conduce desde la figuración "impresionista" o "manchista" hasta la abstracción plástica. De modo análogo, no deja de resultar significativo que los pintores de Die Brücke fueran estudiantes de arquitectura, y que el germen del funcionalismo urbanístico se encuentre, así mismo, en las tendencias expresionistas.
En suma, el expresionismo se presenta a los historiadores del arte como un auténtico desafío, por cuanto constituye una puesta en crisis de sus fundamentos teóricos. Ni tan siquiera su emergencia puede adscribirse unidireccionalmente a una fuente nacional en exclusiva, por más que sus estudiosos insistan en su carácter "germánico" e intenten ubicar en Dresde (Die Brücke), München (Der blaue Reiter) y Berlin (Neue Sezession) sus únicos focos de irradiación. Un enfoque riguroso exige tomar en consideración, cuando menos, a toda el área centroeuropea, entendiendo que esta es sólo el origen geográfico de un movimiento que, en su alcance, tuvo repercusiones, tempranas o tardías, sobre la totalidad de la cultura europea. Por otra parte, el carácter transcontinental del expresionismo se verifica en el denominado "expresionismo abstracto" norteamericano de postguerra, gobernado por una notable incidencia del continuo gesto-estilo y por una exploración del contenido improvisatorio de la pintura. De estirpe declaradamente expresionista es, así mismo, la forma de transvanguardia postmoderna que, de nuevo dentro del contexto germánico y en los años 70 y 80 del pasado siglo, ha tendido a denominarse "neoexpresionismo alemán".
La incidencia del exilio en los artistas expresionistas, la capacidad de esta manifestación para pervivir bajo muy diversas formas a lo largo del XX, su tendencia a transgredir los ámbitos tradicionalmente asignados a las artes (como hemos visto, la pintura, la arquitectura, el diseño, la escultura, el cine, la música y la literatura expresionista tienden a entrecruzarse) y su notable grado de autoconciencia, que lo hacen proclive a la teorización por parte de sus mismos artífices, confieren al movimiento una vitalidad que posibilita, sin excesivo pago, su cíclico rescate del depósito cambiante de la memoria cultural.
Entendido el expresionismo como un nuevo modo de explorar las relaciones entre forma y contenido resueltas en el factor del "estilo" (a modo de incisión que el artista individual efectúa sobre la superficie de su época), el film de Joao César Monteiro puede ser concebido, en su dialéctica de construcción y destrucción, como una obra de filiación expresionista. El crítico de arte Harold Rosenberg había hablado, a propósito de ciertas obras contemporáneas que generan en el público un estado de alarma, de "objetos de ansiedad". Así, sin duda, Branca de neve, cuyo sentido último se encuentra en su intencionalmente polémica acogida recepcional. Monteiro recupera y transforma los elementos más transgresores de la pieza dramática de Robert Walser (al igual que éste había hecho con el cuento de los hermanos Grimm) para firmar un manifiesto cinematográfico; una xilografía fílmica que, en su depuración extrema, y casi abstracta, opera como un revulsivo sobre el espectador, impidiendo que tome cómodamente asiento en su butaca.

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