viernes, 16 de septiembre de 2011

Robert Walser: un nómade en la nieve


Robert Walser: un nómade en la nieve

Por matias serra bradford
24.12.2006

Mañana se cumplen 50 años de la muerte del novelista, poeta y ensayista suizo, autor de clásicos secretos como “Jakob van Gunten”, “Los hermanos Tanner” y “El paseo”. Aprendiz de bancario y mayordomo, actor amateur, copista en una editorial, bibliotecario auxiliar y periodista infatigable, confesaba que sólo podía escribir cuando estaba “ocupado al grado máximo en estar desocupado”. Pasó los últimos veinte años de su vida en un hospicio y produjo buena parte de su obra –venerada por Kafka, Hesse, Musil, Benjamin y Canetti, entre otros– en lápiz, en manuscritos microscópicos, codificados, llamados más tarde microgramas.



Sin rumbo. Tanto su vida como su obra giraron en torno de un tema: el errar. Y al mandato de, sobre todas las cosas, pasar inadvertido.

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CEDOC Perfil



Uno de esos pequeños pájaros que fastidian a un búho el día entero, para que su enemigo se mantenga despierto y por la noche no pueda cazar a los de su especie. Algo en esta historia natural nos habla de Robert Walser, de sus tentativas por intranquilizar y hasta irritar a los que “carecen por completo de una relación fortuita con la vida de todos los días... los que creen en los famosos pero no en sí mismos”. Casi imperceptible, tenaz, algo nos susurra acerca de Walser y del arte de descolocar al lector o, dicho aparatosamente, de desactivar la frigidez de lo demasiado real.
La indecente puntualidad de un aniversario complota contra la irreverencia de este autodidacta suizo hacia la terquedad del tiempo y contra su devoción por los trances del espacio. Hoy, Walser tiene status de figura de canje en la mesa internacional de las reapropiaciones. Un santo patrono con estampita para los conversos. Hombre de saco, sombrero y paraguas cerrado, muerto en la nieve el día de Navidad: el negativo de una postal suiza. Pero por fortuna el mejor adversario de esa sagrada investidura es Walser mismo, sus escritos, su voz en tránsito. Con parejo sentido de la ocasión, nació en Biel en 1878, el séptimo de ocho hermanos, ninguno de los cuales tuvo hijos. El derrumbe económico de la familia le impidió terminar sus estudios secundarios. Fue aprendiz de bancario y de mayordomo, actor amateur, copista en una editorial, bibliotecario auxiliar y periodista infatigable: “Los editores hacen bien en tener autores que también sean otra cosa en la vida”. Además de su ciudad natal, vivió en Zurich, Berlín, Munich y Berna. No se le conoció, como se simplifica en estos casos, ninguna mujer. Entre sus héroes se cuentan Adalbert Stifter, Joseph von Eichendorff, Gottfried Keller, Georg Büchner y Heinrich Von Kleist: “Nunca estuve celoso de los clásicos. En cambio sí lo estuve de escritores de segundo rango”.
Paseante solitario. Si forzamos levemente las cosas, caminar podría entenderse como una tradición –patentada en el vocablo Wanderlust– de la que se apropió la literatura en lengua alemana, tradición tan rumbosa como las distancias cubiertas en un día por alguno de sus practicantes, del Wilhem Meister de Goethe a Nietszche o Werner Herzog. Pocos parecen haber necesitado olvidarse de sí mismos como los escritores de lengua alemana. En cambio, para los ingleses –Patrick Leigh Fermor, Eric Newby, Alan Booth– caminar ha significado huir de la falta de improvisación meteorológica de un país. Más presumidos, o menos atormentados, los ingleses simulan al menos estar más a gusto consigo mismos. El que escribe en alemán exige perderse, perder pie –como en el agua– para encontrar la mano. Dicho de otro modo, hacer vacío, cederle el lugar al relato, demorarse en lo mínimo, lo superfluo, lo inconsistente, lo efímero: gusano, árbol, nube, caracol, niño. (Para en la expedición descubrir, acaso, que en la infancia lo que más quiere un niño no es andar sino que lo trasladen o, si es varón, manejar.) Caminar como ejercicio de videncia y desposesión. Llegar a destiempo como medida preventiva. Acudir a la atención como traductora simultánea: “Los caminantes se apoyan una fracción de segundo en una sola pierna.” Para Walser, vagar equivale a “progresar profesionalmente”. Esos largos paseos no responden a lo que Ian Hacking calificó como dromomanía, automatismo ambulatorio o locura circular. En Walser se trata, más bien, de una vuelta alrededor de un tema único: errar. Una fuga breve para ocasionar una crónica diaria, tocada, como en esos otros peatones idos, Charles Lamb y Thomas de Quincey. Y de la obediencia a un mandato helvético: pasar y pasar inadvertido.
Según este alpinista a ras del suelo, lustrar zapatos era una tarea efectiva para calmar los nervios en vistas a “borrarse a sí mismo”. Al escritor huidizo que fondea valles y bosques parece envolverlo una rara inmunidad, una capa sobre sus hombros que habilita la desenvoltura absoluta, agente de invisibilidad y enseguida, de desaparición. Notas al pie de un ausente crónico: “El estilo es una suerte de conducta.” Robert Walser convierte la obstinación, la manía, en leitmotiv. Una tarea de hormiga inducida por una autenticidad y necesidad que ya no se reclaman para las artes: “Sacrificar la propia dicha y, quizá por eso mismo, recuperarla”.

El pie y la letra. Robert Walser avanza sobre una cuerda floja, extendida sobre la tierra, kilómetros y kilómetros, detrás de una respuesta a uno de los enigmas de la escritura: cómo dejarse llevar. Cómo hacer correr el lápiz, alentar lo aleatorio, la digresión providencial. El protagonista de las prosas breves de Walser es casi siempre un escritor, la puesta en escena de un narrador que se lanza al capricho de las horas. Una figura muy en primer plano y a la vez de contornos tenues: un aparecido. Tal vez sea esto lo que más hipnotiza de Walser, el trato que se depara a sí mismo, el trayecto de la neurosis a la gracia.
Ya lo apuntaba Kafka, la confesión y el engaño resultan lo mismo, ya que “uno sólo puede comunicar lo que no es, es decir, una mentira”. Basta asomarse a alguna línea de El ayudante para tropezarse con gloriosas elipsis, precipicios de sentido: la negativa, en suma, a cuidar las formas. Inevitable que esto acarree resultados desparejos, pero ¿se puede hablar de irregularidad en un acróbata como Walser? Si es problemático –penoso– definir el júbilo que entrega, se debe a que su obra es de las que cuestionan cómo somos como lectores. Otra vez Kafka en su defensa: “¿Acaso su Simon Tanner no vagabundea, nadando en la felicidad, para no producir nada, a no ser el goce del lector?”.
Las de Walser son observaciones de desocupado, de penitente flamígero que funciona fuera del sistema. Nada más cuidadosamente improductivo que la distracción. Pero en Walser la incuria está llevada al nivel de arte mayor: sólo cuando está “ocupado al grado máximo” en “estar desocupado” puede escribir. Su primer libro, Los cuadernos de Fritz Kocher, definía la composición escolar como modus operandi predilecto. Se trata de fantasías, en un sentido colegial y musical, que precisa esta suerte de encíclica walseriana: “Mis piezas en prosa no son sino partes de una larga historia realista desprovista de argumento. Los bosquejos que produzco una y otra vez son capítulos de una novela más o menos extensos”.
Las frases de quienes hablaron de Walser nos llegan igual que esos papelitos ocultos con indicaciones minúsculas que nos guían en una búsqueda del tesoro cuyo premio, por soñado, nos obnubila. Y no es difícil hallarlas. Susan Sontag lo consideraba una mezcla de Beckett y Stevie Smith. Hablando de la impecable caligrafía de Walser, el recién venido J. M. Coetzee nos recuerda que “a mediados de su tercera década, Walser empezó a sufrir calambres, psicosomáticos, en la mano derecha que le atribuyó a una animosidad inconsciente hacia la lapicera como instrumento. Logró superarlos pasándose al lápiz”. La clave está en lo que el lápiz hizo posible: entrar en ritmo y atenerse a las consecuencias. La miniaturización de lo visible, la intoxicación del pulso: “Al suave viento del Este, colgado de la robusta rama de un roble, un gran duque que se había ahorcado agitaba los pies luchando por abandonar el reino de la absoluta certidumbre”.
Así maquinan estos manuscritos microscópicos, codificados, rebautizados microgramas, que Walser cultivó como “el territorio del lápiz”. Escritura milimétrica, cuneiforme, poblando decenas de cuartillas sueltas, calendarios, cartas, diarios, papel de embalar, ningún margen desaprovechado: “Castillos como el de Mon Repos dormitan en una cabeza, la mía, poco dada a renovarse”. En frío, el autor de La habitación del poeta pasaba las hojas en limpio, en tinta, y las entregaba al diario. Hoy ocupan seis volúmenes en alemán y serán tres en castellano. W.G. Sebald los calificó de “archivos de una verdadera emigración interior”. Los motivos para adoptar semejante código pueden variar: susceptibilidad al ojo ajeno, voluntad de producir taquigráficamente, urgencia de custodiar la fragilidad cerebral: “Siempre hay razones para guardar silencio”.

Walser, en blanco. Encerrado por voluntad del director del asilo de Herisau, que se obstinaba en considerarlo un desquiciado, pero también porque no había quien pudiera o quisiera ocuparse, Carl Seelig pasaba a buscar a Walser una y otra vez y paseó con el autor de El bandido de 1936 hasta su muerte en 1956. “No vine acá para escribir, vine acá para estar loco”, puntualizaba en el hospicio. Pero se lo veía borronear apuntes a escondidas. Si evitaba en lo posible regresar a la escritura era para no reencontrarse con su doble en ese estado de precariedad psíquica. Recluido, a Walser le pasaba como a Jakob: “Desde que estoy en el Instituto Benjamenta he logrado convertirme en un misterio para mí mismo”. Se lo veía jugar al billar a solas, su mente resistiéndose a la pendiente alpina: “Secretamente considera feliz sólo al hombre que es inconsolable: natural y poderosamente inconsolable”. En un texto titulado Sacher-Masoch, dice de este autor: “Su destino quiere que su propia escritura se burle de él”. A la luz de estas citas, habría que preguntarse por la presunta candidez de Walser, mitificada, como en Felisberto Hernández, hasta el hartazgo.
Ese implacable apóstata del clero literario, Elías Canetti, plantó el dedo en la herida: “Cada escritor que ha logrado un nombre para sí mismo y se afirma en ese nombre sabe muy bien que por esta razón ya no es más un escritor, ya que administra posiciones como un súbdito. Pero he conocido gente que eran escritores tan puros y completos que simplemente no podían tener éxito en lo suyo... El escritor que sabe que eran más puros que él no soporta tenerlos a su alrededor por demasiado tiempo, pero está ciertamente preparado para venerarlos en el asilo”. Siempre atento a ese malicioso plano inclinado llamado prestigio, adquirido a veces por ósmosis, como cuando un autor, copa en mano, arrima su nombre al de otro, sin parpadear, Canetti vuelve a detonar un cartucho: “Me pregunto si hay, entre todos los que construyen sus vidas académicas seguras, placenteras y lineales sobre la vida de un escritor que vivió en la pobreza y la desesperación, al menos uno que esté avergonzado.” La revancha de Walser está en su deferencia, su fraseo, su rarísima percepción: “Hay algo casi malicioso en no odiar nada”.
¿Bailamos un Walser? Dice Kafka de Walser: “Es una carrera muy pobre, pero sólo una carrera así trae al mundo la luz que un escritor imperfecto pero muy bueno quiere generar”. Más tarde, Adorno sugería que Kafka y Walser habían inventado un subgénero, “la novela de detectives, en la que los criminales no logran ser expuestos.” También el austríaco Peter Handke rompió lanzas por Walser: “En el albergue del barrio aparecieron tres jóvenes: una era enana, otra enorme, muy gorda, y la última muy delgada. Fumaban las tres. La enana y la gorda hablaban muy fuerte, saludaban y reían. La tercera, bella, era tímida. (A veces en el mundo se siente y se reencuentra a Robert Walser.)”
Si seguimos estudiando una voz, será porque nuestro gusto coincide con el hueso de esa voz, aunque no sepamos en ese momento que la propia voz está afinando y aun creando nuestro gusto. Misterio. La debilidad por su obra, en doble fidelidad hacia Walser y hacia la naturaleza del gusto, parece funcionar de un modo irracional. Lo anticipaba el autor de El ayudante: “Entender algo plenamente puede, a veces, significar perderlo todo otra vez”. Ya se ha dicho, páginas y páginas de tacto, circunspección, espléndida ineptitud. El dúctil anacronismo de su prosa lo presenta hoy como un espantapájaros en la era de biplanos que fumigan desde el aire. Mientras tanto, el lector se deja fotografiar en la carpa de la feria y “los copos murmuran toda clase de cosas”. Se ha interrumpido el servicio de trenes y el regreso será a pie. La insolación hace de nuestros trópicos un lugar casi inhabitable, cuya originalidad más sutil consiste en obsequiar a sus vecinos con una, y otra, y otra, Navidad sin nieve.

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